La Comisión Interamericana de Derechos Humanos insiste: los atropellos contra la comunidad quichua de Pastaza no han parado desde hace 9 años.
Marlon Santi hace una pausa profunda, larguísima. Cierra los ojos y baja la cabeza hasta el pecho, como queriendo llorar. Por un momento permanece inmóvil, tan quieto que la gente que lo observa en la pantalla, a miles de kilómetros, cree por un momento que otra vez se cayó la señal. Pero no: está moviendo los dedos. ¿Llora? Quién sabe. Ahora alza la vista, lentamente. No, no hay lágrimas. "Sólo pido que nos devuelvan la paz" dice en un suspiro, y es el fin de su discurso.
Calculado o no, el golpe de efecto produce resultados. El magistrado principal, fuera de cámara, agradece a Santi por su testimonio y da por concluida la primera jornada de la audiencia, pero el silencio se prolonga unos segundos más entre la gente congregada ahí, en la sede de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en San José de Costa Rica. La imagen en la pantalla vuelve al plano general del estrado de los jueces y corta a negro. Fin de la transmisión. En la sala de audiovisuales de la Flacso, en Quito, todos lucen satisfechos: ecologistas, gente de Sarayaku, dirigentes de la Conaie…
Si en alguna oficina de la Procuraduría General del Estado alguien más, como cabe suponer, sigue por internet el desarrollo del juicio, no tiene razones para sentir lo mismo. En Ecuador Marlon Santi podrá ser el revoltoso de la Conaie, aquel a quien el presidente de la República dio fama de tonto ("limitadito" le ha dicho, lo mismo que a Vargas Llosa), pero en una Corte Interamericana, él es -ante todo- el portavoz de un pueblo vulnerable. Y el abogado del Estado ecuatoriano que lo interrogó al final no pareció considerar esa ventaja de su oponente. Fue más respetuoso que Correa, sí (aunque lo tuteó y este matiz es importante); pero lo trató como a revoltoso. Error: no se puede hacer eso cuando se ocupa el banquillo de los acusados.
Esta historia comienza en 2002, en tiempos de Lucio Gutiérrez, cuando a la compañía argentina CGC se le concedió permiso para operar en el bloque 23 de explotación petrolera, donde se encuentran las tierras de la comunidad quichua de Sarayaku. La CGC llegó ruidosamente: la exploración sísmica se hace a golpe de dinamita. Entre ese año y el siguiente, los técnicos sembraron el territorio con una variedad del TNT llamada pentolita: 1.433 kilos de explosivos, en cargas de 3 a 5 kilos, fueron enterrados en 476 lugares, y 150 más fueron distribuidos en la superficie. Lo dice la documentación del Ministerio de Energía adjuntada al proceso. En la audiencia en Costa Rica, tanto como entre la gente que la mira desde Quito, la palabra más repetida es pentolita, que ni siquiera consta en el diccionario.
Marlon Santi hace una pausa profunda, larguísima. Cierra los ojos y baja la cabeza hasta el pecho, como queriendo llorar. Por un momento permanece inmóvil, tan quieto que la gente que lo observa en la pantalla, a miles de kilómetros, cree por un momento que otra vez se cayó la señal. Pero no: está moviendo los dedos. ¿Llora? Quién sabe. Ahora alza la vista, lentamente. No, no hay lágrimas. "Sólo pido que nos devuelvan la paz" dice en un suspiro, y es el fin de su discurso.
Calculado o no, el golpe de efecto produce resultados. El magistrado principal, fuera de cámara, agradece a Santi por su testimonio y da por concluida la primera jornada de la audiencia, pero el silencio se prolonga unos segundos más entre la gente congregada ahí, en la sede de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en San José de Costa Rica. La imagen en la pantalla vuelve al plano general del estrado de los jueces y corta a negro. Fin de la transmisión. En la sala de audiovisuales de la Flacso, en Quito, todos lucen satisfechos: ecologistas, gente de Sarayaku, dirigentes de la Conaie…
Si en alguna oficina de la Procuraduría General del Estado alguien más, como cabe suponer, sigue por internet el desarrollo del juicio, no tiene razones para sentir lo mismo. En Ecuador Marlon Santi podrá ser el revoltoso de la Conaie, aquel a quien el presidente de la República dio fama de tonto ("limitadito" le ha dicho, lo mismo que a Vargas Llosa), pero en una Corte Interamericana, él es -ante todo- el portavoz de un pueblo vulnerable. Y el abogado del Estado ecuatoriano que lo interrogó al final no pareció considerar esa ventaja de su oponente. Fue más respetuoso que Correa, sí (aunque lo tuteó y este matiz es importante); pero lo trató como a revoltoso. Error: no se puede hacer eso cuando se ocupa el banquillo de los acusados.
Esta historia comienza en 2002, en tiempos de Lucio Gutiérrez, cuando a la compañía argentina CGC se le concedió permiso para operar en el bloque 23 de explotación petrolera, donde se encuentran las tierras de la comunidad quichua de Sarayaku. La CGC llegó ruidosamente: la exploración sísmica se hace a golpe de dinamita. Entre ese año y el siguiente, los técnicos sembraron el territorio con una variedad del TNT llamada pentolita: 1.433 kilos de explosivos, en cargas de 3 a 5 kilos, fueron enterrados en 476 lugares, y 150 más fueron distribuidos en la superficie. Lo dice la documentación del Ministerio de Energía adjuntada al proceso. En la audiencia en Costa Rica, tanto como entre la gente que la mira desde Quito, la palabra más repetida es pentolita, que ni siquiera consta en el diccionario.